La cultura de la corrupción

La cultura de la corrupción
Por Armando García

Hay un condicionamiento operante para el nacido acá en estas tierras. Desde pequeños vamos recibiendo una dosis ambiental para vivir bajo el más grande reflejo de nuestra identidad: la corruptela.

En las pláticas de sobremesa está siempre el redomado axioma: «tonto el que no roba» que también tiene sus equivalentes en aquellos aderezos verbales que justifican el desplume: «en arca abierta el justo peca». Y, si se agarra a alguien untado con la evidencia de las manos en la masa, siempre hay un defensor justificando la coima y el dolo: «en río revuelto, ganancia de pescadores».

Desde la teta se nos enseña a «ir por dentro». A estar con el serrucho listo para apropiarnos de la tablas generales de cualquier presupuesto. En otras palabras, todos vamos tras la «comisión», el «moje» e internacionalmente somos conocidos porque padecemos una gran sed. Siempre esperamos que nos den «algo para los refrescos».

El párvulo se acostumbra a que su padre «hable» con el docente para «mejorar índices», para reponer notas, para obviar exámenes, para exonerar de castigos. En la escuela, entre los alumnos, es una sacrosanta institución la trampa a la hora de las pruebas, llamada, sagradamente, chepeo. Inclusive la práctica se ha extendido a las universidades. No es raro encontrar a un «respetable» docente de nivel primario o secundario —en función de alumno— desenrollando, cual acordeón, la respectiva «ayuda memoria» del papelito oculto bajo la manga o tatuado en el pernil faldero, desde la rodilla hasta la ingle, si de féminas se trata.

Si se tienen que conseguir trabajo hay que buscar a la mera riata, al tatascán, la palanca, la carta de recomendación, al influyente, a la mera verga, al dueño de partido, al compadre hablado, al «mero-mero». Aquí no valen títulos, méritos, grados, currículums, excelencia académica o experiencia laboral. Los perfiles que se buscan son otros.

Cuántos han resultado sobresalientes en un examen de aplicación para el puesto en cuestión o la beca al exterior o interior, pero, pronto, como salidos de la nada, un don Nadie o una agraciada Doña, ocupan el cargo propuesto. Sus méritos: soborno discretamente oportuno y, frecuentemente —natural entre nos— el pago en especie vía alcoba.

Las licitaciones, las ofertas de contratos, de empleos y servicios son nominales. Nada más por taparle el ojo al macho. Por el que dirán. Por cumplir con el formulismo legal. De antemano se sabe cómo se cuecen habas en este país.

Pero hay, sobre todo, un gran condicionador de la mentalidad de la corrupción, especialmente entre los jóvenes. Ellos ven que las grandes figuras políticas, culpables de los más escandalosos fraudes contra la sociedad, campean orondos por la tele, por las páginas de los periódicos y las revistas del corazón, recibidos en todas partes como los grandes señores, como aristócratas matronas, ufanándose de su impunidad, su inmunidad y seguros de que nunca la justicia les pedirá cuentas porque aquí —entre nos— la cárcel sólo alcanza al que se roba unas cuantas gallinas o un racimo de bananos. Los millonetas, de moneda mal habida, están tan seguros de que aquí no pasa nada.

Hay un ambiente generalizado que hace un panegírico a la corrupción. En ese caldo de cultivo ponen su cuota el cine pornográfico y violento; la holgazana y lacrimosa narcotelenovela de la sicaresca; la sanguinolenta y amarillista página periodística; el artificial bombo a las figuras del jet set internacional (prepagos, cantantes y artistas de poca valía, nobleza decrépita y decadente) y el sensacionalismo y la ponderación de la noticia hueca de duración efímera. En fin, toda aquella información que ponga como supremo valor en la vida el dinero abundante y fácil.

Contrastando con esta avalancha de cieno, el joven carece de paradigmas éticos. Los valores se han esfumado. No hay respeto a la institucionalidad. El espejo que tiene enfrente ya no es el del gran héroe de la historia. Su modelo es el triunfador de moda, El Hombre de Corruptonia (el capo, el extraditable, el politiquero mafioso, el narcocastrense, el jefe de pandilla de bajura y de altura, el hombre fuerte, el desalmado torcedor de la ley, el lana, el pillo de siete suelas) no importa el precio corrupto que haya tenido que pagar.