La mentira fresca

La mentira fresca
Por Armando García

Capítulo I

El árbol del hondureño crece torcido por el abono de los mitos. Antes de nacer ya tiene asegurado bajo el sobaco el tatuaje per cápita de sus mentiras. Y así crece como la espuma en la llamarada de tuza de las falacias.

Allá, muy tierno, antes del «agú» y del gateo, aprende el terror inexplicable a los ancianos: «Pórtese bien, ‘mijo’, que se lo va a comer el viejo». La primera torcedura mental para que la criatura irrespete de por vida a esa primorosa biblioteca andante de la familia, los abuelos y bisabuelos.

Sigue la suma. Ahí por la primera infancia, cerca del olor a leche, se le clava el marbete en el cerebro: «Los juguetes los trae Santa Claus», embuste piadoso que deja fuera de combate el esfuerzo de la madre y del padre que, generalmente, han tenido que fajarse o privarse de las satisfacciones personales para contribuir a la felicidad de la prole.

Por ahí por esa etapa se caen los dientes. Y, ¡Tas!, otra engañifa: «Tiremos el diente al ratón del techo, ‘mijo’, para que vengan los nuevos, pronto y fuertes». Es la época en que su hermanito llegó en un barco de París o guindado en la bamboleante hamaca del pico de una cigüeña.

Y continúa la onda de subvertir la personalidad en la segunda infancia, «Pórtese bien, mi amor, que si no, lo van a componer en la escuela». Por el cable, Tablet, celular, el VHS, whatsApp e internet del cerebro del preescolar se empieza a dibujar la imagen del «ogro» que le enseñará en abecé.

Este mágico realismo se salpica de fantasmas, aparecidos, duendes, ángeles sin ombligo, la boca chuca de las mentiras y las llevadas del diablo. Y, seguro que, en el patio, está la cocora, el dueño de la noche y la mano peluda. Y la escuela —como prolongación del hogar— (ahí si caminan bien) le echa la segunda: al pupilo se le clava en el cerebro, cual alfiler en mariposa, aquello de «Honduras, tierra del oro y del talento cuna». Otro: «¡Qué dicha tan grande nacer en Honduras, como lo desearan todas las criaturas!». Y más: «No hay otro pueblo más macho que el pueblo catracho del cual vengo yo». Y seguido, con igual tonada y sonsonete, «donde hay ríos que arrastran oro puro y sin igual».

¡Ja!, y esta perla: «Donde hay tierras para todos los que quieran trabajar». Hay quimera y patraña para rato: la perra falaz del grito de Colón: «¡Gracias a Dios que hemos salido de estas Honduras». El cuento fantástico del arcabuz, la bandera blanca en señal de paz, los españoles, la traición, el plomazo, la desbandada de los indios y la caída cuestabajo del cacique Lempira. O el chascarrillo del perfil de la oreja roma de Morazán.

Los artificios continúan y el pupilo en el aula con la boca abierta: «Honduras tiene los más ‘aguerridos aguiluchos’ de todas la fuerzas aéreas de Latinoamérica». «Tenemos la mayor flota mercante del mundo»; (y esto pueda que sea verdad, porque barcos vemos, abanderamientos —por cuatro fichas— no sabemos). «Que no hay aires superiores en marcialidad, den el Hemisferio Occidental, incluyendo la Marsellesa, que el Himno Nacional de Honduras». «Que somos libres, soberanos e independientes». «Que no hay pundonor más alto, fuera y dentro del género humano, que la Lealtad, el Honor y el Sacrificio de ‘nuestras’ gloriosas Fuerzas Armadas». Y en cuanto a la religión del hondureño, ni se discute: «Tenemos el mejor fútbol del área, y, ve no sea de Latinoamérica».

Y todavía hay lúcidos mentores que repiten lo que les dijeron que repitieran —negando el desarrollo social—, «Aquí no hay que engañarse en cuanto a poesía: sólo hay tres poetas buenos: dos muertos y uno vivo». Otros dicen que el soleado Sahara de San Pedro Sula «es la ciudad que más se desarrolla entre el Río Bravo y el Cabo de Hornos». Otra guáyfira: «Somo el granero de Centro América».

¡Qué de mentiras! Tuercen el palo de nuestras vidas. Nos han condicionado para vivir en el engaño. Por eso no nos extrañan las «guayabas» del político (valga la redundancia), del hombre público y la pública mujer. Estamos chinos de mentiras. Aunque el pasaporte sea hondureño, tiene un indeleble color amarillo-mandarín que  no se podría encubrir ni con tinta china. A tal grado que el chinazo (1) esconde las mentiras más burdas. Por eso será que los chuscos del barrio dicen con sorna que, hoy por hoy, el departamento más grande que tiene Honduras, por obra y gracia de aquella monárquica pandilla que todos ustedes conocemos, es un pequeño continente cercado por la Gran Muralla China.

(1) Chinazo, llámase así a la venta indiscriminada de pasaportes hondureños (con todo y nacionalidad, por la módica suma de 25 mil dólares —a diez lempiras  por un dólar, estaba en esa fecha la moneda nacional, principios de los años noventa— a ciudadanos chinos, procedentes de Hong Kong, en los días en que abandonaban ese protectorado los ingleses [y Estados Unidos quería repatriar su millonario capital]). Honduras era gobernada por Rafael Leonardo Callejas Romero.